La otra crisis: Subsidiaridad pervertida

            Ya nadie ignora las consecuencias totalitarias que devienen de aquellas palabras de la ministra de Educación, la señora Celaá, cuando afirmó que “no podemos pensar de ninguna de las maneras que los hijos pertenecen a los padres”. Está claro que los hijos no son objetos, cosas que los padres poseen para manipularlas a su real antojo. Pero esa no es la idea que subyace en la aseveración de la ministra, sino que va más allá: despojar a las familias del derecho primigenio de educar a sus hijos. Un derecho natural que se fundamenta en que son los padres los que los han traído a la existencia y los mantienen en ella.

            Cuando el derecho a la educación recae en las familias, éstas son las que pueden elegir con legitimidad qué tipo de educación desean para su prole. Por eso, en esta realidad, es el Estado el que asume un papel subsidiario y ha de ayudar a las familias para que éstas puedan acceder al tipo de educación que han elegido. Pero si el derecho a educar a los niños no recae sobre sus padres, alguien tendrá que asumir esa responsabilidad. Y ese papel, gracias a la nueva ley de la ministra Celaá, se lo ha apropiado el Estado: se elimina de la ley el término de “demanda social”, el que colocaba a la Administración como subsidiaria de las demandas de las familias, y será el Estado el que asuma de primeras el derecho a la educación, quedando las familias y los colegios privados como subsidiarios. Éstos atenderán sólo al alumnado que no pueda acoger la escuela pública.

            Ante semejante panorama, digno de países con gobiernos totalitarios que desprecian la Declaración Universal de los Derechos Humanos, surge la voz de personas sensatas que tratan de acercar las posturas de unos y de otros para que el sistema de conciertos educativos siga como hasta ahora. Porque la culpa del fracaso y del abandono escolar no deriva de la atención subsidiaria a esa “demanda social”. Tal es el deseo de acercar posturas por parte de las asociaciones de centros privados, que hasta están dispuestas a cambiar el término “subsidiario” por el de “complementario”. De ese modo, ya no estarán las familias o el Estado por encima o por debajo en el derecho a la educación de los niños, sino que ambos se complementarán en la búsqueda de lo que de verdad importa: una educación de calidad que beneficie tanto al alumnado de la escuela pública como al de la privada y, por ende, a la sociedad entera.

La otra crisis: Al servicio de la verdad

            El pueblo de Cataluña, al menos la mitad de su población, ha decidido con sus votos que el nuevo gobierno autonómico siga siendo el mismo que ya tenían: el compuesto por los partidos nacionalistas independentistas.

            Para nada ha funcionado la nueva táctica del Partido Popular, ésa de amoldar su ideario a las habladurías de la calle, y ha quedado por detrás de Ciudadanos y muy por detrás de Vox. La nueva cúpula popular no cree en su ideario, pues está dispuesto a amoldarlo al pensamiento reinante y cambiante de la opinión pública. Los populares se creen indignos de tratar de imponer unos ideales que la gente corriente ya ha abandonado casi del todo. Creían que si se acomodaban a lo políticamente correcto iban a conseguir un resultado histórico, inmejorable. Pues ya se ha visto que no, que ese acercamiento al relativismo sólo le va a conducir a la desaparición.

            Un partido político no es una veleta ideológica que se mueve sin sentido buscando la aceptación de la gente y unos puestos públicos que le aseguren el sustento. Tampoco debe ser una apisonadora que trate de imponer su ideología por las buenas o por las malas, a través de reales decretos en un estado de alarma. Un partido político ha de tener visión de futuro y tratar de servir a los ciudadanos para que éstos vivan con dignidad y, a ser posible, con esa satisfacción que nos acerca a la felicidad. Y para ello sólo se ha de preocupar de una cosa: estar al servicio de la verdad, de la realidad que es y rodea a todo ser humano.

La otra crisis: Guetos escolares

            En la nueva ley de Educación no aparece de forma explícita, pero una de las razones primeras que ha llevado a la ministra Celaá a determinar el traspaso del alumnado de los centros de educación especial a los centros ordinarios es que se quiere acabar con una supuesta segregación, con unos guetos que clasifican a los alumnos según su capacidad física o intelectual.

            Los niños, desde muy temprana edad, son apartados de sus familias y llevados a unos centros donde se les encasilla por edades y hasta por apellidos, se les numera y se les etiqueta la ropa, los libros y los utensilios de aseo, se les obliga a formar en filas, guardar las distancias, a permanecer sentados o a levantarse cuando los adultos así lo determinen, se les evalúa su rendimiento físico e intelectual, se programan y planifican al minuto todas las actividades que han de realizar o se les alimenta según un menú que ha elaborado una empresa externa

            Así es, los centros de educación especial son auténticos guetos, y los centros ordinarios… ¡también!

La otra crisis: La falsa generosidad progresista

            Nuestro Gobierno no cabe en sí de gozo, pues ni el actual estado de alarma ni la cresta mortal de esta tercera ola ni la crisis económica que nos rodea le están haciendo mella en las encuestas sobre la intención de voto. Tanto es así que hasta es probable que los socialistas ganen las próximas elecciones en Cataluña.

            Más de uno se estará preguntando cómo es posible que Pedro Sánchez y sus socios mantengan intacta su popularidad en estos tiempos tan críticos que estamos viviendo. ¿Será porque han sacado adelante unos presupuestos que prevén el mayor gasto social de la historia de la democracia? ¿Será porque no les importa gastar hasta endeudarse como nunca?

            No es extraño contemplar la satisfacción que algunas personas sienten al recibir alguna de las ayudas presupuestadas: dependencia, ayuda vital, regulaciones temporales de empleo… Tanto es así que ya les puedes mostrar los errores garrafales de los miembros de este Gobierno, que ellos encontrarán siempre una justificación razonable y su fidelidad política no sufrirá desgaste alguno.

            Y la satisfacción puede dar paso a la admiración ignorante. ¡Qué generosidad la de este Gobierno para con los más menesterosos y los descartados por esta sociedad aburguesada! ¿Generosidad? Para que un acto sea considerado generoso ha de buscar el bien del otro y no un descarado rédito político. No podemos considerar, a simple vista al menos, que Pedro Sánchez y Pablo Iglesias son personas generosas, pues los actos de generosidad conllevan un desprendimiento de algo propio y no de algo ajeno. Y, como bien sabemos, a nadie le cuesta desprenderse de algo si ese algo no es suyo, sino de todos los españoles. ¡Qué fácil es ser “generoso” con lo bienes de los demás! ¡Así cualquiera!

La otra crisis: ¿Instruir o socializar?

            Algunos políticos piensan que la escuela existe para solucionar todos los problemas que van surgiendo en la vida cotidiana de la gente y también, ya de paso, para crear entre la comunidad educativa una corriente de opinión afín a su ideología que les perpetúe en el poder.

            Ahí tenemos todas esas actividades que diferentes asociaciones realizan en los centros educativos sobre los más diversos temas: tiempo libre, aficiones deportivas, musicales o artísticas, diversidad sexual, consumo de alcohol y de drogas, salud corporal, ecologismo, educación vial y en valores o contravalores… De ahí que uno entienda cada vez más esa afirmación de la ministra de Educación, la señora Celaá, cuando soltó que “no podemos pensar de ninguna de las maneras que los hijos pertenecen a los padres”. Porque la función primera de un centro educativo debería ser la de instruir, la de impartir conocimientos, y la familia es la que tendría el deber y el derecho de educar a su prole en aquellos valores y creencias que considerase oportuno. Pero claro, si la ministra Celaá despoja a los padres de su potestad educativa, ese deber y ese derecho recaen sobre la escuela por su decreto legislativo.

            Y por eso mismo la LOMLOE pretende la inclusión del alumnado con diversidad funcional en los centros ordinarios. Se deja a un lado la finalidad primera de instruir, la que da sentido a la existencia de todo centro educativo, y se centra en la socialización, un valor que de siempre se ha hecho virtud en el seno de las familias. Pero claro está, si a las familias se les niega toda responsabilidad educativa, no quedará otra que cargar a la escuela con obligaciones que no deberían ser de su total incumbencia.

            No podemos olvidar que la vida escolar, esa “reclusión académica” de los niños y jóvenes, es un invento humano que para nada sigue los dictámenes de la naturaleza. Un invento que perseguía un objetivo claro: instruir y formar. En cambio, la vida familiar es de origen natural y se da antes, durante y después del periodo escolar de los niños. Por eso, al ser la realidad escolar una realidad forzada y diferente a la realidad de la vida, no es el lugar idóneo para pretender una socialización que no se da ni va a dar fuera del ambiente escolar. Es en el seno de las familias y en su interacción con otras, donde se debe trabajar la socialización de los niños. Más aún, pues es en las familias, cosa que no pasa en la escuela, donde se le quiere a cada uno por lo que es y no por lo que hace o podría hacer. Por lo que la inclusión, la integración y la socialización está mucho más asegurada si se trabaja en el seno de las familias que en cualquier centro educativo por muy especializado u ordinario que sea.

La otra crisis: Todos somos mujeres

            Nuestro Gobierno estaba orgulloso de la reforma penal que se aprobó para castigar con dureza la violencia que los hombres ejercen contra las mujeres. Y así, ante cualquier denuncia que una mujer interponga contra un hombre, éste será detenido inmediatamente y a continuación tendrá que demostrar su inocencia, que no los tribunales su culpabilidad.

            Pero va y parece ser que la ministra de Igualdad, la señorita Irene Montero, al disponer de demasiado tiempo libre por culpa de tanto confinamiento, ha desempolvado los apuntes de su carrera universitaria y ha vuelto a repasar aquella Declaración Universal de los Derechos Humanos del lejano año 1948. Por eso ha caído en la cuenta del grave error de aquella reforma penal y de la terrible injusticia que se comete contra los hombres por el mero hecho de serlo. Ahí está ese artículo 7 que dice que “todos son iguales ante la ley y tienen, sin distinción, derecho a igual protección de la ley”. Y también el artículo 11, donde se afirma que “toda persona acusada de delito tiene derecho a que se presuma su inocencia mientras no se pruebe su culpabilidad”.

            ¿Cómo va a ir un Gobierno progresista en contra de la declaración de derechos más famosa del mundo mundial? Por eso, como rectificar es de sabios, o sea, de progresistas, la ministra Montero se ha aplicado aquel otro dicho de “a grandes males, grandes remedios” y se ha sacado de la manga esa nueva ley transgénero que pondrá todas las cosas en su sitio. Porque gracias a esta ley, todo hombre que así lo desee podrá declararse mujer sin más, sin necesidad de un examen médico previo y sin tratamiento hormonal o quirúrgico alguno. De ese modo, cuando una mujer acuse a un hombre por una presunta agresión, éste podrá decirles a los policías que vayan a detenerle que él también es una mujer. Y así, gracias a Irene Montero, en España se va a dar un recto cumplimiento a esos derechos universales que dejan bien a las claras que todos somos iguales ante la ley y que todos tenemos derecho a la presunción de inocencia. ¿No les parece?

La otra crisis: ¿Un progresismo eterno?

            Algunos miembros de nuestro actual Gobierno están convencidos de que su permanencia en el poder se va a prolongar durante un buen número de legislaturas. Alardean de tal superioridad moral que hasta se permiten dejar a un lado el relativismo que impregna su ideología. Y es que sí que creen en la existencia de algunas verdades absolutas. Unas verdades basadas en sus opiniones y que se fundamentan en el sentimentalismo ocurrente de cada individuo.

            Esa verdad, su verdad, es la que debe impregnar el ideario de todos los centros educativos que reciban fondos públicos. Esa es la razón de que en la nueva ley educativa se dé prioridad a la escuela pública; se prevé la construcción de más colegios públicos; y se trate de prescindir de las escuelas privadas concertadas que no estén dispuestas a claudicar de su ideario fundacional.

            Parece ser que este Gobierno es tan progresista que es incapaz de mirar atrás y aprender de la historia. Resulta que, en el año 1948, tras la terrible Segunda Guerra Mundial y las purgas efectuadas en los países comunistas, se proclamó la Declaración Universal de los Derechos Humanos para que ningún régimen totalitario pudiera seguir actuando impunemente. Y ahí está el artículo 26, que en su punto 3 afirma que “los padres tendrán derecho preferente a escoger el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos”.

            Pablo Iglesias quiere que el Gobierno controle la educación que se imparte en los centros públicos y que éstos sean los únicos que sobrevivan gracias a la retirada progresiva de los conciertos económicos a los centros privados. Y todo porque cree que los partidos progresistas van a seguir ostentando el poder indefinidamente y que su ideología es la única que se va a impartir dentro de las aulas. Y otra vez queda demostrado su ciego progresismo que le impide aprender de la historia y caer así en la cuenta de que “no hay mal que cien años dure”. Porque llegará el día en que su Gobierno caerá y serán otros los que empezarán a gobernar. Y serán ellos los que tendrán el control absoluto de la educación y podrán imponer su ideología a la única comunidad educativa que habrá subsistido: la de la enseñanza pública.