La otra crisis: Un boicot político surrealista

            El día 3 de diciembre se constituyen las Cortes y también se formará la Mesa del Congreso. Y Vox, la tercera fuerza política en estas últimas elecciones generales, se va a quedar fuera de esta Mesa porque así lo ha decidido Pedro Sánchez, sus socios de extrema izquierda y también los partidos separatistas.

            Esto parece el mundo al revés, pues los partidos políticos que desean y jalean la derogación de nuestra Constitución, el cambio del sistema parlamentario y la proclamación de una república y la desmembración de España en diferentes estados nacionales son los que llevan la voz cantante en el Congreso y los que van a decidir que Vox, un partido que aboga por el cumplimiento de las leyes, por la unidad de España y la aceptación del marco constitucional, quede excluido del órgano rector de la Cámara Baja. Ver para creer.

            Y no nos engañemos, pues si esto mismo lo hubieran hecho Vox, Ciudadanos y el Partido Popular, impidiendo la presencia de Podemos, no faltarían ya los altercados callejeros, las amenazas sindicales y hasta el anuncio de una huelga general indefinida. Porque la extrema izquierda solo concibe una cosa: regentar el poder, ya sea por las buenas, con la fuerza de los votos, o por las malas, con “la fuerza del pueblo”. Y ahí tenemos, por desgracia, el ejemplo de algunos países sudamericanos, donde la derecha ganó las elecciones y la izquierda ha decidido “asaltar” el poder al precio que sea, con el uso de la violencia y cueste el tiempo que cueste.

La otra crisis: Conversión de género

            Era el primero que se ponía la pulsera morada y exigía que todo el mundo, mujeres y hombres, firmaran los manifiestos que denunciaban el trato denigrante que las mujeres habían sufrido a lo largo de la historia por culpa de esta sociedad patriarcal. Y por supuesto, estaba a favor de la discriminación positiva de la mujer y de la criminalización del hombre, por el mero hecho de serlo, prevista en la ley de violencia de género del presidente socialista Rodríguez Zapatero.

            Una tarde llamó alguien a su puerta y al cabo de unos minutos salió de su casa esposado, camino del calabozo. Tiempo después, pudo demostrar que la denuncia interpuesta por esa mujer era falsa, pero quedó marcado para siempre por la vergüenza y la constante sospecha de los desconfiados.

            Pasaron los meses, llegó otro 25 de noviembre, y esta vez solo se le ocurrió leer los programas electorales de los diferentes partidos políticos, a ver si alguno de ellos tenía prevista la derogación de esa ley desigualitaria aprobada por Zapatero y ratificada por Mariano Rajoy y Pedro Sánchez.

La otra crisis: Ignorancia perpetua

          El sistema penitenciario español optó en su día por conseguir la reinserción social de las personas encarceladas. Se basa en la creencia cierta de que todos, si encontramos una motivación justa, – y también si nos da la gana-, podemos cambiar y aportar nuestro granito de arena para hacer de este mundo un lugar mejor donde vivir.

            Por eso, los que en nuestro país defienden ciegamente la cadena perpetua demuestran su falta de formación antropológica y un desconocimiento propio alarmante. Más aún, alardean de una superioridad moral henchida de soberbia. Pues, como bien dijo san Agustín en sus Confesiones, “no hay pecado ni crimen cometido por otro hombre que yo no sea capaz de cometer por razón de mi fragilidad; y si aún no lo he cometido es porque Dios, en su misericordia, no lo ha permitido y me ha preservado del mal”. Ahí queda eso para los que quieran leer.

La otra crisis: Toma de desposesión

       Dentro de nada, todos los políticos electos quedarán en evidencia cuando en el Congreso de los Diputados sean interpelados con estas palabras: “¿Juráis o prometéis acatar la Constitución?”. Si nuestra clase política fuera seria, consecuente y respetara las normas establecidas, su respuesta solo debería contener dos palabras, con dos posibles opciones: “Sí, juro” o “Sí, prometo”. Si nuestro Parlamento fuera serio y su autoridad no fuera cuestionada y tomada a pitorreo, su presidencia consideraría como un “no” a toda respuesta que no se ciñera al protocolo establecido, perdiendo el político de turno la posibilidad de ocupar su escaño hasta que no cediera en su empeño colorista, independentista, progresista, nacionalista o republicano.

            España no se puede permitir que los primeros que incumplan las normas sean sus representantes políticos. El Parlamento pierde toda su credibilidad ante el pueblo español y el resto de países democráticos cuando algunos de sus políticos maltratan y se mofan de la Constitución y de nuestra Monarquía Parlamentaria sin sufrir represalia alguna por ello. ¿Que no estás dispuesto a contestar con un simple “sí, juro” o con un “sí, prometo”? Pues deja el móvil, la Tablet y la nómina y, como diría mi padre, ¡vete a tu pueblo!

La otra crisis: Adiós a la libertad de educación

            Muchos son los que se han escandalizado al escuchar las declaraciones de la ministra de Educación Isabel Celaá en el Congreso de Escuelas Católicas. Allí se atrevió a afirmar que el derecho de las familias para elegir el centro educativo no viene refrendado en la Constitución. Porque según ella, una cosa es la libertad de educación, la posibilidad de abrir un colegio o matricularse donde cada uno le venga en gana si tiene dinero para ello, y otra bien distinta es la libertad de elección utilizando unos recursos públicos que son limitados.

            Pues resulta que la frustración de tantos ante las palabras de la señora Celaá se debe a la ignorancia o a la falta de información. Lo único que ha hecho es recordar un aspecto que la LOMLOE recoge. ¿Que qué es eso de la LOMLOE? Pues la ley educativa socialista que deroga la LOMCE del Partido Popular y modifica la LOE de Zapatero. Una ley que fue aprobada por el Consejo de Ministros del viernes, 15 de febrero de 2019 y que aún no ha entrado en vigor, pues las Cortes se disolvieron enseguida al convocarse las elecciones generales en el mes de abril.

            Esta ley, en su artículo 109, deja de considerar la demanda social como uno de los motivos para seguir con los conciertos educativos en los centros privados y establece el principio de economía y eficiencia en el uso de los recursos públicos. ¿Qué quiere decir esto? Pues que se prioriza el llenar las aulas de los colegios públicos, para aprovechar sus recursos, y que los centros privados solo recibirán el concierto económico si sus aulas son precisas para acoger a todos aquellos alumnos que la pública no pueda asimilar. Así de claro.

            Lo único que ha hecho la ministra Celaá es anunciar lo que va a venir y que ya quedó aprobado como ley: la desaparición de la libertad de elección de centro por la asfixia económica que van a sufrir todos los colegios privados concertados. Porque los progresistas, que se creen dueños y señores de lo público y dotados de una inteligencia superior, tienen claro que el que quiera una educación diferente a la que ellos ofertan a través en la enseñanza pública, la tendrá que pagar de su propio bolsillo. ¿Y qué pasa entonces con las familias sin recursos? ¿Dónde queda la libertad educativa para esas familias? ¿Será que quieren retomar la ya superada “lucha de clases”?

            Eso sí, ahora que ninguna de esas familias que llevan a sus hijos a colegios concertados, y que han votado “progresista”, se quejen lo más mínimo. Y aún menos los profesores de la concertada que gracias a su voto siniestro se van a ir al paro. Cada uno tiene lo que se merece, ¿o va a ser que no?

La otra crisis: Nacionalismo electoral

            Cada vez son más los catalanes, vascos, navarros, gallegos, valencianos, canarios, turolenses, cántabros… que optan en primer lugar por su tierra, por defender lo suyo y hacer valer sus intereses particulares, sin ser conscientes de la interdependencia que existe entre todas las comunidades autónomas españolas.

            Tal es el afán independentista de algunos, que parece que les va la propia vida en ello. Como si eso de pertenecer a España fuera una auténtica desgracia o les impidiera desarrollar todo su potencial económico, social y cultural. Y esa desesperación, que es inexplicable en nuestro actual estado de derecho, hace que algunos estén dispuestos a utilizar la violencia y la coacción para hacer realidad ese sueño que, en el caso de conseguirlo, sería más bien efímero.

            Ante esta insistencia nacionalista ciega, irracional, terrorífica y palurda, está la tentación de dejarlos ir, de concederles esa anhelada independencia y dejar que se hundan del todo cuando se topen de frente con la cruda realidad. Pero esto no es posible, pues además de que la ley está para cumplirse, no podemos olvidar que en esos territorios hay innumerables personas que piensan diferente, que están orgullosas de su comunidad y de su país. Y esas personas, si los independentistas se salieran con la suya, serían las siguientes en padecer su violencia desaforada y no les cabría otra que marcharse de su hogar o vivir un auténtico calvario.

            Por eso, el próximo Gobierno de España tendrá que imponer el orden constitucional con la ley en la mano, pues su deber primero es velar por los derechos y deberes de todos los españoles y mantenerse firme para que no cunda el caos independentista.

La otra crisis: Bloqueo político a la vida

            Uno recuerda que fue en el año 1985 cuando el gobierno socialista de Felipe González despenalizó el aborto en tres supuestos. Según parece, existía una gran demanda social y eran cientos de miles las mujeres españolas que se desplazaban a otros países o arriesgaban su vida, la de su bebé se perdía sin remedio, si se sometían a un aborto clandestino. Después resultó que ese clamor popular, que justificó la aprobación del aborto en España, no se reflejó en las frías estadísticas. Ese mismo año y en el siguiente, poco más de quinientas mujeres decidieron poner punto final a su embarazo.

            Como los supuestos de la ley de González eran un auténtico coladero, el número de abortos en España fue en aumento. Tanto es así que, en el año 2010, -cuando el número de abortos anual superaba con creces los cien mil-, el presidente Zapatero decidió convertir el aborto en un derecho y lo despenalizó del todo durante las 14 primeras semanas de embarazo.

            Menos mal que el Partido Popular de Rajoy reaccionó con presteza y en su programa electoral, de cara a las elecciones generales de 2011, anunciaba que iba a derogar la ley del aborto de Zapatero y volver a considerar el aborto como un delito, excepto en aquellos tres supuestos de la ley de González.

            Y así fue como, con la derogación de la ley del aborto como gran oferta programática, el señor Rajoy ganó con mayoría absoluta las elecciones de 2011. No tardó en encargar a su ministro Gallardón la elaboración de una nueva ley que, tiempo después, fue aprobada por unanimidad en el Consejo de Ministros. La cuestión es que, tres días más tarde, el señor Rajoy retiraba esta propuesta de ley y el ministro Gallardón presentaba su dimisión. A partir de ese momento, año 2014, el Partido Popular comulgó con la ley de la liberalización del aborto de Zapatero con una sola discrepancia: las chicas de 16 y 17 años necesitarían el permiso de sus padres para poner interrumpir, sin vuelta atrás, su embarazo.

            Y desde aquel fatídico año, el aborto no solo desapareció del programa electoral del Partido Popular, sino que también lo hizo del debate político y social.

            Pero como la vida de casi dos millones de inocentes clama al cielo y a la conciencia de muchos, la liberalización del aborto vuelve a estar cuestionada a nivel político y, por lo tanto, a pie de calle. Porque la derogación del aborto no solo será la solución al problema del futuro pago de las pensiones, sino que supondrá una auténtica revolución moral. Veremos, como una tras otra, se irán superando todas las dificultades que en la actualidad nos agobian: desempleo, salarios injustos, violencia, fracaso escolar, nacionalismo excluyente… El tiempo lo dirá, si los españoles dan un paso adelante, claro está.

La otra crisis: Ser diferente o no ser

          En España cada vez son más los pueblos abandonados a su suerte y condenados a desaparecer. La falta de trabajo es la razón que todos los jóvenes esgrimen para dejar sus raíces y emigrar a la ciudad. Pero más bien tendríamos que especificar que la verdadera causa es la falta de un puesto de trabajo… cómodo.

            Resulta que en Huelva se han ofertado diez mil puestos de trabajo para la recolección de la fresa y solo se han presentado quinientas personas, cuando cerca de nueve mil agricultores onubenses están cobrando un subsidio por desempleo. Una vez más, será necesario que decenas de miles de magrebíes crucen el estrecho para suplir esta falta de mano de obra.

            Y esas familias musulmanas, como no podría ser de otro modo y con pleno derecho, ocuparán las casas abandonadas de esa “España vacía” que tanto nos preocupa, aunque solo de palabra. Y dentro de unos pocos años, donde había una iglesia, se alzará una mezquita. Y en la antigua escuela los niños aprenderán árabe y recitarán el Corán. Y en la carnicería uno ya no podrá comprar embutido. Y en las próximas elecciones municipales saldrá elegido un alcalde foráneo. Y en las fiestas patronales ya no saldrá ningún santo en procesión…

            Y ante esta realidad no cabe lamentarse, pues los españoles, que hemos sufrido durante años un “estado de necesidad”, ya no queremos apearnos del actual “estado de bienestar” que tantos derechos nos otorga y tan pocas obligaciones nos demanda. Por eso, visto también el talante proabortista de nuestros gobernantes, los progresistas y los que antaño fueron conservadores, y nuestra reticencia a tener descendencia, no nos queda otra que aceptar el cambio cultural que se nos avecina si queremos que esos pueblos no desaparezcan del todo. Dejarán de ser “nuestros” pueblos, pero, al menos, serán.

La otra crisis: La tibieza del nuevo centro político

        No hace muchos años, cuando el Partido Popular se regía por los pilares morales del humanismo cristiano, era normal que sus dirigentes y simpatizantes hablaran de la derogación del aborto, del derecho de todo niño a tener una mamá y un papá, de la regulación de las uniones sentimentales entre dos hombres o dos mujeres como parejas de hecho, de la legitimidad de la educación diferenciada, de la unidad de España y la ilegalización de partidos políticos con terroristas o delincuentes entre sus filas, de la primacía de los padres a decidir si sus hijos asisten o no a las charlas sobre educación sexual que se imparten en los colegios, de la posibilidad de atender a las personas homosexuales que se sienten infelices, del control de la inmigración ilegal, de la grandeza de aquel pacto de amnistía que nos brindó una nueva Constitución…

            Hoy en día, cuando el eje político ha virado hacia la extrema izquierda y ha infectado al centro-derecha de la ideología, mal llamada, progresista, resulta impensable que un votante o dirigente del Partido Popular se atreva a expresar los ideales que hasta hace unos pocos años aparecían en sus estatutos y en su programa electoral. Tanto es así que, los que antes defendían estas mismas ideas, tachan de integristas, de extrema derecha, a los que ahora se atreven a decir eso mismo.

            Y una vez más, desde los medios de comunicación afines, insistirán en el “voto útil” o en la maldad de los que protestan ante la inmigración ilegal, dejando a un lado, pues les importa bien poco, la actual ley del aborto, la ideología de género, la ley de memoria histórica, la posible ruptura unilateral de los acuerdos del Estado español con la Santa Sede o la próxima legalización de la eutanasia.

            Casi sin darse cuenta, por culpa de unos cálculos políticos erróneos y una tibieza pendiente solo del “qué dirán”, los populares se han transformado en un partido de ideología de izquierda. Y lo peor de todo es que ya no van a poder salir de ahí, pues el número de “infiltrados progresistas” es ya superior al de “conservadores convencidos”. De ahí que esta deriva ideológica se mantenga y se acreciente con el tiempo.

La otra crisis: Pánico a la jubilación

Cada año, miles de maestros que en su día ganaron una oposición se jubilan nada más cumplir los sesenta. Muchos de ellos están en el mejor momento de su vida laboral, con una experiencia dilatada, unos conocimientos asentados y, si la enfermedad les ha respetado, con una vitalidad que no tenían las personas de su misma edad en la década de los noventa. Hay que dejar paso a los jóvenes, suele ser la sentencia que dan cuando alguien les pregunta si ya tienen ganas de jubilarse o si desearían continuar hasta los sesenta y cinco años.

            Mientras los funcionarios de la educación que rondan los sesenta años están ya haciendo planes para su más que próxima jubilación, un gran número de personas que rondan los cincuenta aún tratan de aprobar una oposición, dejar atrás un trabajo precario vergonzante o salir de la triste lista de desempleados. Los años pasan y ven que cada vez está más cerca la fecha de su forzada jubilación sin haber podido hacer valer sus estudios, su capacidad y su valía. Para nada piensan en su futura pensión y en qué harán a partir de los sesenta y siete años, pues su pensamiento está solo centrado en poder ejercer una labor que les dignifique como personas y poner su propio granito de arena para que esta sociedad sea un poco mejor. A veces, cuando el desaliento les asalta, mientras siguen con sus estudios de idiomas, másteres y demás, piensan que van a ser los jubilados mejor formados del mundo. Pero la mayoría de las veces siguen con al ánimo elevado, conscientes de que quien la sigue la consigue. Pero por si ese trabajo merecido tarda un poco más de lo esperado, quizá no vendría mal que el próximo gobierno decidiera subir la edad de jubilación a los setenta y cinco años. ¿No creen?