La otra crisis: Una ideología inmunizada

   Esta terrible pandemia está acabando con la vida de miles de españoles y también está finiquitando la esperanza que anida en el corazón de toda la población. ¿Y qué hace nuestro Gobierno ante semejante desastre sanitario, social y laboral? Nadie podrá negar que ha tomado decisiones acertadas, pero también es verdad que se niega a reconocer sus errores y que es incapaz de dejar a un lado su proyecto ideológico progresista en estos momentos de emergencia nacional.

            ¿Cómo es posible que este Gobierno, eludiendo su parte de responsabilidad en la muerte de decenas de miles de personas por el coronavirus, siga adelante con la tramitación de la Ley de la Eutanasia? ¿Cómo es posible que, ante semejante panorama de duelo, mantenga su interés en aumentar el número de muertes y no se centre en conseguir que se realicen test masivos a toda la ciudadanía?

            ¿Cómo es posible que este Gobierno, cuando los discentes llevan meses sin ir a clase y van a pasar de curso por un aprobado general, solo esté interesado en aprobar cuanto antes su ley educativa? ¿Acaso pretenderá que la comunidad educativa retome las clases en septiembre, tras seis meses de parón, con una legislación diferente a la actual? ¿Cómo se atreven a imponer semejante dislate?

            Dice la sabiduría popular que “en tiempo de crisis no conviene hacer mudanza”. Y ahí tenemos a nuestro Gobierno, como si nada pasara, decidido a aprobar unas leyes orgánicas que atentarán gravemente contra nuestros derechos constitucionales. Estas leyes progresistas ponen en jaque la dignidad de la vida de toda persona, sin importar su edad o su condición física, y también el derecho a la libertad de educación.

            Este Gobierno no da puntada sin hilo y está aprovechando esta época de crisis para imponer unos cambios legislativos que van a limitar nuestros derechos y libertades. Este modo de actuar, durante un estado de alerta que nos tiene a todos confinados, deja en evidencia su sectarismo y su incapacidad para gobernar. Los españoles no nos merecemos un Gobierno que está más preocupado en imponer su ideología que en buscar el bienestar de sus ciudadanos. Ojalá no nos falle la memoria en las próximas elecciones generales.

La otra crisis: Trabajo duro e ineficaz

            A más de uno le hace gracia cuando, ante un asunto de calado, escucha en boca de algún dirigente político eso de que “estamos realizando un gran esfuerzo para solucionar el problema”. Tras oír esta expresión, uno se imagina a Pedro Sánchez sudando la gota gorda, trabajando de sol a sol en un campo, o examinando su cuenta bancaria para saber cuánto tiempo podrán aguantar si donan parte de sus ahorros a alguna ONG.

            El problema es que no se trata solo de hacer un gran esfuerzo o de trabajar duro para poder superar la terrible crisis sanitaria y económica que sacude a nuestro país. Seguro que la mayoría de los españoles son conscientes de que, tal y como afirmó la ministra María Jesús Montero, este Gobierno está trabajando “desde la noche hasta el final del día”. La cuestión no está en hacer grandes esfuerzos, en arrimar el hombro sin estar pendientes del horario, sino en trabajar con eficacia. Y para ser eficaces no basta con querer, hay que saber. Y en este punto, por desgracia, flojean la mayoría de los ministros de nuestro actual Gobierno.

            Para hacer frente a la pandemia que nos azota y a sus catastróficas consecuencias necesitamos a los mejores, sin que importe qué ideología les mueve o a qué partido pertenecen. Por eso, si Pedro Sánchez se ve incapaz de ceder en este punto, si no está dispuesto a dar un paso a un lado y dejarse aconsejar por expertos sin carné, será mejor que presente su dimisión y convoque con urgencia unas nuevas elecciones generales. Y aquí surge un segundo problema, pues para tomar una decisión como ésta es necesario gozar de una sincera humildad. Y si Sánchez carece de ella, no nos quedará otra que confiar en el sentido común de Pablo Iglesias… ¿o también va a ser que no?

La otra crisis: Un Gobierno infantil

            Parece increíble, pero la misma persona que está en contra de la sucesión hereditaria de la monarquía, no tiene ningún problema para exigir que una mujer, la que es madre de sus hijos, ostente un cargo ministerial por el simple hecho de ser su pareja. Porque uno puede estar a favor o en contra de la monarquía, o de la república, preferir o no que el jefe del Estado sea un presidente, o un rey, pero hay algo que es evidente para todos: si los miembros de este Gobierno tuvieran una mínima parte de la formación y de la preparación que tiene nuestro Rey Don Felipe VI, la situación actual de crisis sería muy distinta.

            Los políticos que presumen de ser progresistas han de saber que también ellos necesitan instrucción. Uno no recibe ciencia infusa cuando se rebela contra la tradición y decide retomar el ideario marxista. El vicepresidente Pablo Iglesias olvida que forma parte de este Gobierno, que su papel de papá lo ha de ejercer en su casa, que ya no es el profesor que adoctrinaba en las aulas universitarias a tiernos y fascinados estudiantes, y que quizá su itinerario académico diste mucho de su actual cargo político. Por eso causa sonrojo y estupor que todo un vicepresidente del Gobierno de España pida perdón a los niños y que la disculpa se deba simplemente a la confusión generada a la hora de decidir cómo y cuándo serán sus paseos por la calle.

            Señor Iglesias, si otra vez le da por dirigir unas palabras de consuelo a los niños españoles, tenga usted claro que el verdadero pesar lo tienen por haber perdido a un ser querido y no por no poder salir de casa para dar una vuelta. Está muy bien que pida disculpas, que pida perdón, pero que sea por causas serias: por no haber podido, o no haber sabido, evitar la muerte de más de veinte mil personas.

La otra crisis: Un Día del Libro sin librerías

            Esta terrible pandemia, este estado de alarma sanitaria que parece no tener fin, nos ha privado de muchas cosas, aunque solo una sea importante de verdad. Y es que la vida de un solo ser humano vale más que todo el coste económico provocado por esta inactividad comercial. Y ya superamos con creces los veinte mil fallecidos y son cientos de miles los contagiados. Después viene todo lo demás: el confinamiento obligatorio, la pérdida del empleo, el cierre de los comercios, la suspensión de las clases, la cancelación de todos los actos festivos y religiosos…

            Y ahora, como no podía ser de otro modo, ha llegado también el momento de la “no celebración” del Día del Libro. Porque este 2020 también va a significar un antes y un después para muchas librerías. Y más todavía para aquéllas que carecen de una página web que les permita vender algún libro durante el confinamiento obligatorio.

            Quizás sea una paradoja, pero justo ahora que la gente tiene más tiempo para leer, y realmente lo está aprovechando para devorar un libro tras otro, va a ser el momento en que muchas librerías echen el cierre definitivo. Y todo porque, como nunca encontrábamos un momento para dedicarlo a la lectura, los libros se amontonaban ya en nuestra mesita de noche y en la estantería del salón. Y todo porque ahora leemos más libros, pero no compramos ninguno.

            Algunos afirmarán que es ley de vida, que son innumerables los oficios que han ido desapareciendo a lo largo de la historia y que otros nuevos aún están por llegar. Eso está claro, pero esto no quita que a uno, antiguo librero, le cause una profunda tristeza esta cruda realidad: el cierre definitivo de muchas librerías tradicionales. Y sí, por supuesto que las echaremos de menos. ¿No creen?

La otra crisis: Igualdad en la mediocridad

             El estado de alarma por la crisis sanitaria se ha vuelto a ampliar hasta mediados del mes de mayo. Pese a que los niños ya van a poder salir de casa para dar un paseo, el pesimismo puede hacer mella en el ánimo de los adultos e impedir que vean la luz al final de un túnel que quizá se prolongue hasta más allá del 2020.

                Y parece ser que esa misma desesperanza ha invadido el ánimo de nuestra ministra de Educación, la señora Celaá, y también el de la mayoría de los consejeros autonómicos del ramo. Todos ellos se han topado con la cruda realidad: la brecha educativa que ya existía previamente entre su alumnado se mantiene durante este confinamiento en casa. Algunos quieren hacernos creer que la culpa de esa desigualdad educativa la tiene la llamada “brecha digital”. Y por eso, para frenar esa supuesta injusticia mediática, han ordenado a los docentes que en su labor online se centren en repasar los contenidos que ya se habían trabajado previamente en clase, sin plantearse siquiera empezar temas nuevos de alguna de las materias.

                Nuestros representantes políticos han optado por la solución más fácil, pero también por la más injusta: una igualdad en la mediocridad. ¿Y qué decidirán después, una vez se reinicien las clases presenciales? ¿Aplicar el mismo criterio y seguir repasando, un año tras otro, los contenidos que se dieron hasta el mes de marzo de 2020? Porque la desigualdad educativa es un hecho que va mucho más allá de la supuesta “brecha digital”. Dejen ya de buscar soluciones cómodas y discriminatorias a unos problemas académicos que son profundos y que están arraigados en nuestro sistema educativo. Dejen de buscar una igualdad de mínimos que a todos perjudica y preocúpense de indagar en la equidad: dar y exigir a cada alumno según sus posibilidades. No se trata simplemente de dotar de material informático y conexiones wifi a todos los hogares españoles, sino de realizar una educación personalizada que vaya más allá del aula y logre influir también en el buen hacer de las familias.

La otra crisis: Una debacle económica inducida

Los españoles seguimos en cuarentena, aunque ya ha pasado el tiempo suficiente para que los que estaban infectados desarrollaran la enfermedad y contagiaran a aquellos que los acompañaban en el confinamiento y que, tras más de cuarenta días, es más que probable que también la hayan superado. Entonces, ¿por qué sigue el país paralizado? ¿Por qué la única solución que nos da el Gobierno para salir adelante es una paga vital mínima y un subsidio que tardará meses en llegar? ¿Por qué obligan a los empresarios a mantener a unos empleados que siguen de brazos cruzados por culpa de la alerta sanitaria? ¿Por qué no centran sus esfuerzos económicos en realizar test masivos para saber en qué situación nos encontramos y qué sectores pueden retomar su actividad?
Alguno dirá que el Gobierno actúa de este modo porque el ser progresista no te asegura el ser competente. Más aún, no son pocos los que se sintieron gratamente sorprendidos con la elección de la pareja de Pablo Iglesias, la señorita Irene Montero, como ministra del Gobierno de España. Y es que, si una chica con esa formación y experiencia profesional ha llegado a semejante puesto, cualquier español que se lo proponga, por poco que se esfuerce, podría ser el próximo inquilino del Palacio de la Moncloa.
Otros no creen en la incompetencia de los miembros de este Gobierno, y ven en sus decisiones una intencionalidad política, un deseo de identificar el Estado con su forma de gobernar. Nos quieren hacer creer que cuando criticas la labor de este Gobierno, estás atacando a nuestro Estado de Derecho. Y así, prodigando la censura y la mendicidad, conseguirán anular la crítica ciudadana y podrán perpetuarse en el poder.
Y también los hay que no dudan de las dos cosas, de la incapacidad e intencionalidad estatalista de este Gobierno. Y si esto es así, como no le pongamos remedio de forma democrática, la degradación social y moral que va a sufrir nuestro país va a pasar a los oscuros anales de la historia.

La otra crisis: El rancio progresismo que nos desgobierna

            Esta terrible pandemia está provocando una amnesia consentida en algunos de nuestros gobernantes, que nos vuelven a ofrecer soluciones progresistas, que para nada lo son, como única opción para salir de la crisis económica que ya nos oprime. Por eso, viene bien recordar este reproche que un famoso escritor publicó hace algún tiempo: “No existe ningún programa práctico, excepto la propuesta de un salario mínimo universal que, según se dice, haría innecesaria la expropiación de la tierra y de los bienes. Imagino que esto supondría una subida de impuestos al empleador, probablemente hasta convertirlo en demasiado pobre como para emplear a nadie, y entonces el Estado se convertirá en el empleador. ¿Pero qué Estado sería ese?, y, Dios mío, ¿qué estadistas se harían cargo? Seguramente (si no se necesita nada más que un nuevo salario financiado por un nuevo impuesto) serían como los alegres estadistas que el mundo produce hoy en día: parásitos parlamentarios convertidos en omnipotentes burócratas”.

            Tras leer estas líneas, más de uno habrá pensado que van dirigidas a la gestión de esta crisis por parte de Pablo Iglesias. Pero no, pues Chesterton se refería a un grupo de comunistas ingleses y su artículo data del año 1935. El escritor inglés, ante el problema de las desigualdades sociales que tanto afecta al vicepresidente Iglesias, afirmó lo siguiente: “Que un hombre pueda abandonar sus lujos es una cosa; que la humanidad deba abandonar su libertad para poder enfrentarse con el problema del lujo es algo totalmente distinto. Cualquiera puede convertirse en pobre voluntariamente; pero es una cosa muy diferente empobrecer a toda una cultura”. Pues algunos comunistas ingleses del pasado siglo, como ahora afirman nuestros paisanos, hablaban “sobre la necesidad de sacrificar la antigua fe y la libertad y hacer desaparecer la pequeña propiedad por medio de impuestos (…) que era triste, que era duro, pero que se trataba de un sacrificio heroico; que no debíamos aferrarnos sentimentalmente al pasado, sino mirar a un futuro más brillante y más amplio (…) Ahora se les pide que sacrifiquen todo en nombre del comunismo”. Y pronto, si no lo remediamos, hasta la libertad de prensa en pro de una única verdad oficial dictada por el Gobierno.

            Chesterton no fue testigo de la caída del Muro de Berlín, pues falleció en el año 1936, pero sí que tuvo claro que “no es necesario que toda una sociedad abandone la belleza, como no es necesario que abandone la libertad. Si miramos con atención la historia, veremos que esas brutales renuncias sociales no han hecho más que daño (…) Los hombres deberían sacrificar sus libertades personales solamente para restaurar la libertad”.

La otra crisis: La realidad educativa valenciana

            La ministra de Educación, la señora Celaá, indicó a los responsables políticos de todas las comunidades autónomas que los centros escolares podrán ofrecer clases de refuerzo durante el próximo mes de julio, siempre y cuando, claro está, se levante el estado de alarma sanitaria. La respuesta del consejero valenciano, el señor Marzà, no se hizo esperar ni un minuto, como si temiera una reacción histérica unánime de los sindicatos y del cuerpo docente, que no seguramente de las familias: Aquí en Valencia las clases finalizarán en el mes de junio, pues en julio unas empresas externas ya se encargan de ofertar un gran abanico de actividades lúdicas.

            Alguno pensará que los maestros, aquí en Valencia, tienen muy pocas ganas de trabajar, pues julio no es un mes de vacaciones y bien que podrían dedicarlo a atender a todos esos alumnos que llevan semanas sin clases presenciales. Pues resulta que el mes de julio es un mes de formación; todos los docentes de esta comunidad han de acreditar un nivel C1 de Valenciano y un B2 de inglés. Además, si uno ya conoce su destino y las áreas a impartir el próximo curso, ha de preparar las programaciones o adecuar las que se quedaron a medias este año.

            Pero la cosa no queda ahí, pues la reacción instantánea y tranquilizadora de Marzà ha evitado un debate estéril y un estrés extra en la mayoría de los docentes valencianos. ¿Saben por qué? Pues porque ni en junio, ni en julio, ni en agosto, y ya veremos si en septiembre, podrán abrir sus puertas los colegios. La duración de esta pandemia, por desgracia, va para muy largo.

La otra crisis: La eutanasia que no llega

            Los españoles, vista su actitud a lo largo de todos estos días de alerta sanitaria, han dejado claro que apuestan por la vida, que su preocupación y cuidado alcanza a todos los afectados por el coronavirus, tengan la edad que tengan.

            Una de sus mayores preocupaciones es tener que dejar solo y aislado a su familiar enfermo, no poder despedirse de su ser querido, celebrar un funeral en condiciones y acompañarlo al cementerio. Y una de las mayores alegrías es cuando un afectado recibe el alta hospitalaria, sin importar la edad que tenga.

            Algunos políticos progresistas; esos que viven una privilegiada realidad y tratan de mejorar la ajena con meras palabras y sin ir con el ejemplo por delante; insisten una y otra vez en lo larga que es la lista de personas que están desesperadas porque aún no está vigente la ley de la eutanasia. No les importa ir contracorriente y defender la cultura de la muerte cuando la sociedad española se está dejando la piel por salvar vidas. Y no les importa porque son devotos de una ideología intrascendente, inhumana, que deja la dignidad de una persona al mismo nivel que la simpleza de cualquier otro ser vivo.

            La sociedad española apuesta por la vida y por eso exige a sus políticos que hagan lo posible para prevenir nuevos contagios y curar a todos los afectados. Y seguro que de nuevo, más pronto que tarde, tendremos a Pablo Iglesias y a los suyos exigiendo la aprobación y puesta en marcha de esa ley de eutanasia. Nos dirán que son cientos de miles las personas que están esperándola para poner punto final a su vida con dignidad. Una dignidad que, por desgracia, aún no están recibiendo la mayoría de las víctimas mortales del coronavirus. Y ahí, este Gobierno progresista, también tiene mucho que decir y que hacer. ¿No lo cree así, señor Iglesias?