Hace veinticinco años, en 1997, un servidor tenía eso mismo, veinticinco años, y pude seguir a través de los medios de comunicación las noticias del secuestro y posterior asesinato de Miguel Ángel Blanco. No me lo podía creer. ¿Cómo era posible que una persona acabase de esa manera, con dos disparos a bocajarro, con la vida de un joven que estaba maniatado y de rodillas? ¡Qué cobardía y qué impotencia!
Ríos de lágrimas de indignación se desbordaron por las calles de toda España clamando justicia y exigiendo el final definitivo de la banda terrorista ETA. Ahora, veinticinco años después, aquellos regueros de lágrimas se han convertido en un barro viscoso que trata de justificar los viles asesinatos y que ha manchado perennemente hasta la chaqueta del mismísimo presidente del Gobierno de España. Al igual que hace veinticinco años, pese a que la juventud me abandonó hace tiempo, no me lo puedo creer. ¿Cómo es posible que se quiera pasar página como si aquí nada hubiera sucedido? ¡Qué desfachatez y qué injusticia!