La otra crisis: los frutos del perdón

            Durante estos días nos hemos acordado de todas aquellas personas que dieron su vida por no renegar de su fe, víctimas de la persecución religiosa que tuvo lugar en España en la década de los años treinta del pasado siglo.

            Aquí en mi pueblo, entre otros asesinatos, sufrieron el martirio una mujer y sus cuatro hijas, todas ellas monjas. Su hijo sacerdote se libró de la muerte porque se encontraba en esos momentos de misionero en país sudamericano. Un muchacho de catorce años fue testigo, asomado a la calle desde una terraza, de cómo un grupo de hombres sacaba de su casa a esta mujer y a sus cuatro hijas. Una vez las sacaron fuera del pueblo y sin más, las condenaron a muerte. La madre fue la última en morir y le tocó ser testigo del vil asesinato, una tras otra, de sus cuatro hijas.

            Terminó la terrible Guerra Civil y cambiaron las tornas. Los que perseguían y asesinaban pasaron a ser acorralados y ajusticiados. Uno de aquellos hombres que fue partícipe de la detención y asesinato de aquellas cinco mujeres, fue recibido a diario en la casa de aquel muchacho. Y es que su madre había decidido que, por caridad cristiana, no iba a permitir que aquel hombre muriera de hambre.

            Años más tarde, ese muchacho, testigo del amor sin medida que se respiraba en su hogar, ingresaría en el seminario y se ordenaría sacerdote.

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