El ser de las universidades privadas

            Algunos jóvenes bachilleres lo tienen claro cuando las buenas notas no les acompañan: prefieren estudiar en una universidad pública, aunque sea lejos de casa, antes que ir a la privada. Piensan, y ahí están las listas de admitidos, que los mejores expedientes eligen siempre la pública y que el resto, los que aprobaron por los pelos o en septiembre, se rascarán el bolsillo para seguir calentando otra silla y presumir de un título universitario en su currículo.

            Pero intentemos llegar al quid de la cuestión. ¿Es verdad que los mejores estudiantes eligen siempre como primera opción la universidad pública? Y si esto es cierto, ¿qué razón de peso les mueve a ello? ¿Sólo la económica, el evitar pagar una mensualidad de cientos de Euros durante los cursos que dure la carrera? ¿O será por el prestigio de sus profesores, por las instalaciones de sus campus, por sus planes de estudio y sus prácticas en el extranjero o por una enseñanza personalizada? ¿De qué depende, en el fondo, la verdadera reputación de una universidad pública y su atractivo para la gran mayoría de jóvenes españoles?

            Si seguimos el hilo de la argumentación anterior, llegaremos a la conclusión de que las universidades privadas españolas existirían para acoger en sus aulas a todos aquellos que se quedaron a medio camino de la excelencia, a todos aquellos con expedientes mediocres que no han tenido otra opción, si deseaban ser universitarios, que pagar con dinero su falta de esfuerzo personal. Si esto fuera cierto, ¿qué perfil profesional se pedirá a los profesores en estos centros universitarios? ¿Qué docentes serán los que opten a ocupar sus cátedras? ¿Qué motivación será la que les anime a presentar sus méritos y luchar por un puesto de profesor? ¿Será también la mediocridad académica, como ocurriría con los discentes, el único motor que les mueva a no intentar ocupar un puesto similar en la universidad pública? ¿Qué hay de cierto en todo esto?

            Una mirada al pasado, un repaso a los grandes proyectos educativos que se iniciaron muchos siglos atrás, nos recordará que los pioneros pedagógicos en todos los niveles educativos, desde la primaria hasta la universidad, fueron instituciones privadas, vinculadas, de diversas formas, a la Iglesia Católica, y que la preocupación de “lo público”, por la educación universal, es una modernidad. No podemos olvidar tampoco que el Estado tiene una función subsidiaria en la educación. Los padres, principales protagonistas de la formación de su prole, tienen el derecho primigenio de promover instituciones educativas acordes a sus creencias y el gobierno de turno tiene la obligación de promover dichas iniciativas y cubrir las necesidades educativas que no puedan ser atendidas por la iniciativa social.

            El humanismo cristiano impregnó desde hace siglos el espíritu de la Universidad. En estos centros del saber quedó fundamentada la idea clásica del hombre y los postulados de la fe: todo hombre desea ser feliz, anhela encontrar la verdad; que, por supuesto, sí que existe: la realidad es una y los errores muchos; es sociable y perfectible, sabedor de que el entendimiento y la voluntad están por encima de los instintos y sentimientos, que forma parte de una realidad ordenada, que todo hombre es hijo de Dios, que nuestro entendimiento y voluntad están “atontados” por culpa del pecado original y que nuestro fin, la razón de nuestro existir, es ganarse el Cielo en la tierra.

            ¿Qué queda de aquel humanismo cristiano en la Universidad actual, ya sea privada o pública? ¿En qué tipo de universidad se espera que aún se preserven aquellos postulados? ¿Es necesario hoy en día que toda Universidad, pública o privada, se replantee si en su Plan de Estudios se tiene en cuenta la verdad sobre el hombre? ¿Estriba en la importancia que se le dé a esta cuestión la verdadera diferencia entre una universidad pública y otra privada?

            Tener la certeza y tranquilidad de que la verdad existe, saber que todo alumno es perfectible, que puede dar mucho más de sí, reconocer que lo que me apetece hacer no siempre es lo que debo hacer, admitir que hay un orden en las cosas que nosotros no hemos impuesto… principios que toda Universidad puede asumir y exigir a sus profesores y alumnos. Ver en cada alumno, en cada profesor, a un hijo de Dios que merece algo más que un respeto formal, comprender sus debilidades, que son las nuestras, y mirar mucho más allá, donde se pierde el brillo de las estrellas… premisas que toda Universidad inspirada en el ideario cristiano debería luchar por alcanzar.

            Pero la cosa no queda ahí. Uno no deja de ser cristiano cuando entra en la universidad o cuando entra a formar parte de una determinada empresa. ¿Qué pasa con los alumnos y profesores cristianos que pueblan las aulas de nuestras universidades públicas? ¿Deben renunciar a tan altas aspiraciones? ¿Qué pasa con los alumnos y profesores “neutrales” que pululan por las universidades privadas de corte católico? ¿Deben mantener en un cajón cerrado sus erróneas ideas para aprobar o mantener su puesto de trabajo?

            Aunque no podemos olvidar que nadie da lo que no tiene. Si en una universidad pública hay profesores con una formación y vivencia cristiana profunda, sus alumnos tendrán la seguridad de que su maestro les llevará siempre por el camino de la verdad. En cambio, si en una universidad “católica” hay profesores que viven en la duda, inmersos en el relativismo, sus discentes darán tumbos en busca de una verdad que sus educadores niegan por principio.

            Algunos jóvenes bachilleres lo tienen más que claro: su primera opción siempre será la universidad pública. ¿Porque su propia formación humanística es nula y les mueve la inopia? ¿Porque ignoran que están llamados a metas más altas? ¿Porque piensan que en las universidades privadas van a encontrar “más de lo mismo” y encima pagando? Si esto fuera de veras así, si la formación impartida en las universidades “católicas” en nada se diferenciara de las otras, se podría cuestionar su misma existencia y hasta la pretensión de abrir nuevos campus o ampliar su oferta académica en los ya existentes.

            ¿Y qué hacer para que esto no ocurra, para que una universidad privada ofrezca una educación acorde a su ideario humanista cristiano? Nadie da lo que no tiene, nadie espera lo que no conoce: sus profesores deberían vivir ese ideario y sus alumnos saber lo que se espera de ellos, que sean “excelentes”; que para un cristiano es lo mismo que “santo”.

            ¿Y qué hacer para que esto ocurra en una universidad pública? Nadie da lo que no tiene, nadie espera lo que no conoce. Pero no podemos olvidar que el ser humano es perfectible, que ansía conocer la verdad, aun sin saberlo, y que el que obra rectamente acabará por encontrar la “excelencia”, estudie o trabaje aquí o allá. ¿No creen?

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